Las lecturas de esta temporada comenzaron
allá a principios de octubre. ¿Recordáis? En esos días, acompañábamos a la
inspectora Amaia Salazar al valle del Baztán a esclarecer una serie de
asesinatos de adolescentes. Nos quedamos con unos paisajes maravillosamente
descritos por Dolores Redondo, pero
en El
Guardián Invisible a la inspectora Salazar se lo pusieron demasiado
fácil. Acordaos, se trataba de su pueblo, de su familia… ¡qué casualidad!
Un poco decepcionados, -como casi siempre por
los best sellers-, nos enfrentamos a
algo mucho más real, por desgracia. Carmen
Amoraga, en La vida era eso, nos trajo una novela basada en la experiencia
de una amiga que había perdido a su marido. El duelo, los recuerdos, la
dificultad de dejar irse a quien ya se fue para siempre, ser capaz de seguir
adelante. Quizá no sea una gran novela pero sí una historia en la que
cualquiera se puede reconocer.
Y de la pérdida de un ser querido pasamos a
la pérdida de todo un pueblo, más aún, a la muerte de una forma de vida. La
segunda lectura de La lluvia amarilla,
de Julio Llamazares nos dejó por un
lado el corazón encogido por el destino de Andrés y de todos los habitantes de
Ainielle. Pero, por otra parte, la maravillosa prosa de Llamazares fue un
bálsamo para poder disfrutar de esta grandísima novela.
Ya mediado el mes de noviembre leímos Del
color de la leche, de Nell
Leyshon, aunque esta autora hizo un esfuerzo por apartarse de la historia y
ceder la voz narradora a Mary, el color de cuyo pelo da título a la novela: “este es mi libro y estoy escribiéndolo con
mi propia mano”, ¿recordáis?
Mary, criada con dureza por sus padres, va a servir a casa del vicario, quien la enseña a leer y escribir. Por eso puede escribir la historia de su vida, aunque ésta, así como su final, es terrible. A pesar de que la novela nos gustó bastante, nos quedamos con una sombra de pesimismo. ¿Será verdad la frase que decía que: “en las escasas ocasiones en que las personas logran liberarse de las cadenas que las atan, suelen, inmediatamente después, quedar sujetas a otras nuevas”?
Mary, criada con dureza por sus padres, va a servir a casa del vicario, quien la enseña a leer y escribir. Por eso puede escribir la historia de su vida, aunque ésta, así como su final, es terrible. A pesar de que la novela nos gustó bastante, nos quedamos con una sombra de pesimismo. ¿Será verdad la frase que decía que: “en las escasas ocasiones en que las personas logran liberarse de las cadenas que las atan, suelen, inmediatamente después, quedar sujetas a otras nuevas”?
En diciembre leímos un clásico de la ciencia-ficción: Crónicas marcianas, de Ray Bradbury. Se trata de una
maravillosa colección de relatos sobre la colonización de Marte por los
humanos. Tras devastar el Tercer Planeta con una guerra nuclear, los seres
humanos viajan al Cuarto (en el Primero y en el Segundo hace demasiado calor).
Allí, habiendo aprendido y escarmentado de errores anteriores, llegarán
humildemente para aprender de la sabiduría de los marcianos y comenzar una
nueva vida en armonía con la Naturaleza. ¿O quizá no era así? Ray Bradbury,
desde luego, no es tan optimista:
“Nosotros, los habitantes de
la Tierra, tenernos un talento especial para arruinar las cosas grandes y
hermosas…”
En cualquier caso, una lectura que se puede recomendar sin temor a
equivocarse.
Un poco más hay que pensarse el recomendar la
lectura de Tiempo de silencio, de Luís
Martín Santos. Se trata de una de las novelas españolas de la segunda mitad
del siglo XX más reconocidas, pero, desde luego, su lectura no es nada
sencilla. Se requiere una vasta cultura, una enciclopedia al lado, o un
buscador de Internet para poder comprender las ilustradas referencias que hace
el autor a los más diversos temas. Sin embargo, personalmente, disfruté de su
lectura, aunque me exigiese un gran esfuerzo.
Y, en Navidad, a caballo entre 2015 y 2016,
entre el Centenario de la Segunda Parte de El Quijote, y el Centenario de la
muerte de Cervantes, leímos El Quijote.
Concretamente, la Segunda Parte, aunque hubo quien aprovechó para leerlo entero nuevamente.
¡Pero, amigos!, esta vez afrontamos la lectura habiendo escuchado y disfrutado
previamente las sabias y apasionadas palabras de nuestra compañera María
Antonia. ¡Cómo olvidar aquella tarde de diciembre en que nos contagió, una vez
más, su pasión por la mejor y más innovadora novela de todos los tiempos!
Ya en enero leímos Andamios. De la mano de Mario Benedetti y de la experiencia personal de Marita
reflexionamos sobre el drama de los represaliados políticos y los exiliados.
Los que fueron asesinados por las dictaduras y los que lograron huir y pudieron
volver para comprobar que ya no saben bien a qué país pertenecen. Como si, -en
palabras de Benedetti-, “nunca más pudieran dejar de ser exiliados”.
Dos novelas con protagonistas africanas hemos
leído este año: El pez dorado, de Jean
Marie Gustave Le Clezio, y Las
que aguardan, de Fatou
Diome. En el primer caso, la historia de Laila, niña marroquí raptada y
vendida como esclava que, posteriormente, emigra ilegalmente a París, y en el
segundo, el punto de vista de las madres y esposas que se quedan en Senegal
mientras sus seres queridos se juegan la vida para llegar a Europa. En ambas
ocasiones contamos con la presencia de Sandra Guarinos y con los testimonios de
dos inmigrantes africanos, Mohamed, de Mali, y Buba, de Senegal, que
compartieron con nosotros sus muy distintas peripecias personales. Sin duda
serán dos tertulias que nunca olvidaremos.
Parece que este año, sin pretenderlo, hemos
abordado el tema de la emigración desde múltiples puntos de vista. En El
balcón en invierno, de Luis
Landero, el autor se sumerge en sus recuerdos personales de infancia y juventud,
formando parte de una familia extremeña que marchó a Madrid en busca de un
mejor futuro. Un libro en el que, según le promete Landero a su madre: “Esta vez no hay mentiras. Es un libro en el
que todo lo que se dice es verdad”.
Y una semana antes de la primavera llegó la
poesía, con la relectura de La vida, del murciano Eloy
Sánchez Rosillo. Poemas sobre el paso del tiempo, la pérdida de la
juventud, pero también sobre la luz, el verano, el momento, el detalle que hace
que un día gris se convierta en un día maravilloso y te inunde de gratitud.
Pero, hay que ir por la vida bien atento porque
“No se puede
prever. Sucede siempre / cuando menos te lo esperas. […]”
De Murcia a Darlington Hall, en Inglaterra.
¿Lo normal, no? Leímos una novela que la mayoría hemos conocido antes en su
versión cinematográfica: Los restos del día, de Kazuo Ishiguro. La historia, -con
minúscula-, del mayordomo Mr. Stevens y el amor que pudo ser con Miss Kenton,
el ama de llaves, con el trasfondo de la Historia, -con mayúsculas-, que se
estaba escribiendo en los salones de Darlington Hall durante los años previos a
la Segunda Guerra Mundial.
Como nos había salido demasiado inglés el
señor Ishiguro, insistimos con los japoneses, concretamente con Haruki Murakami, que últimamente está
siempre en las quinielas del Premio Nobel, pero, de momento, no hay manera. La
historia de Watanabe, Naoko y Midori sí que nos llevó, -por fin-, a Japón,
concretamente al Tokio de los años 60. Gente rara estos japoneses, o, al menos,
los protagonistas de Tokio
Blues.
Y de la isla de Honshu, donde está Tokio, a
otra Isla. La de Eloy Moreno en El
Regalo. Este joven escritor nos visitó en mayo
y causó muy buena impresión. Sin embargo, la opinión mayoritaria fue la de que
la novela está por debajo de la ilusión y tenacidad de su autor.
Philip Marlowe siempre viene
a poner las cosas en su sitio cuando un
detective de nuevo cuño mete las narices en nuestro club. Ocurrió con Pomponio
Flato y ha ocurrido con la inspectora Amaia Salazar. En mayo leímos El
sueño eterno, la primera
novela en la que Raymond Chandler
nos presenta una aventura del que es uno de los detectives más famosos de la
Literatura. Y es que, por mucho que se modernice el arquetipo, nuestra imagen
del detective siempre será la del tipo solitario, descreído, justo, ingenioso,
con éxito entre las mujeres, pero, por supuesto, soltero.
EPÍLOGO
Un año como este, con tantas señales de los
cielos, el color de la leche del pelo de Mary, la importancia de la harina del
obrador de la familia Salazar, el blanco invierno del balcón de Landero… tanta
blancura solo podía significar una cosa. Y es que, en 2016 pudimos volver a
decir aquello de:
¿Y el Madrid, qué, otra vez campeón de
Europa, no?
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