Ese barroquismo también se manifiesta en una gran densidad
conceptual, que no siempre es fácil de seguir. En muchas páginas se me ha hecho
imprescindible tener a mano el diccionario y el apoyo de Google, para poder
entender lo que Martín-Santos quería expresar de manera un tanto retorcida. En
unas pocas páginas, ni así (demérito mío). Y, a pesar de todo ello, tengo que
decir que he disfrutado de la novela. No es solo que me haya gustado, es que,
–repito-, he disfrutado.
Tiempo de silencio rompió con la novela realista y
social de la posguerra. Aquellas novelas, como La colmena, estaban
narradas de una manera objetiva: los autores nos mostraban la realidad, la
tremenda realidad, tal cual era (aunque ya el hecho de mostrarla sin edulcorar
suponía un posicionamiento).
Sin embargo, Luis Martín-Santos nos describe la realidad de una
manera totalmente subjetiva, criticándola abiertamente, ironizando sobre cómo
somos los españoles y preguntándose los motivos que nos hacen ser como somos.
Se utilizan distintas técnicas narrativas, aparecen el monólogo
interior y el monólogo en segunda persona, donde la subjetividad del autor es
fácilmente vertida. En ocasiones, directamente aparecen reflexiones de Luis
Martín-Santos sobre cuestiones culturales, históricas o sociales.
Las siguientes dos citas del autor son bastante
reveladoras:
“En España hay una escuela realista, un
tanto pedestre y comprometida, que es la que da el tono. Tendrá que alcanzar un
mayor contenido y complejidad, si quiere escapar a una repetición monótona y sin
interés.”
“Un cierto tipo de novela, "al cargarse
de ideas sustituyendo al hombre por su circunstancia, ha perdido peso específico
y se ha alejado de la verdad artística.”
Algunos fragmentos de Tiempo de silencio me han
parecido sencillamente geniales, antológicos. Así, por ejemplo, cuando
reflexiona sobre Cervantes y el Quijote:
“Cervantes, Cervantes. ¿Puede realmente
haber existido en semejante pueblo, en tal ciudad como ésta, en tales calles
insignificantes y vulgares un hombre que tuviera esa visión de lo humano, esa
creencia en la libertad, esa melancolía desengañada tan lejana de todo heroísmo
como de toda exageración, de todo fanatismo como de toda certeza? ¿Puede haber
respirado este aire tan excesivamente limpio y haber sido consciente, como su
obra indica, de la naturaleza de la sociedad en la que se veía obligado a cobrar
impuestos, matar turcos, perder manos, solicitar favores, poblar cárceles y
escribir un libro que únicamente había de hacer reír? ¿Por qué hubo de hacer
reír el hombre que más melancólicamente haya llevado una cabeza serena sobre
unos hombros vencidos? ¿Qué es lo que realmente él quería hacer?
¿Renovar la forma de la novela, penetrar el alma mezquina de sus
semejantes, burlarse del monstruoso país, ganar dinero, mucho dinero,
más dinero para dejar de estar tan amargado como la recaudación de alcabalas
puede amargar a un hombre? No es un hombre que pueda comprenderse a partir de la
existencia con la que fue hecho. (...) ¿Qué es lo que ha querido decirnos el
hombre que más sabía del hombre de su tiempo? ¿Qué significa que quien sabía que
la locura no es sino la nada, el hueco, lo vacío, afirmara que solamente en la
locura reposa el ser-moral del hombre?"
“Hay ciudades tan descabaladas, tan
faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes
arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente
pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o
de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas
por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan
ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceñas, tan
globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros
-por otra parte- que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan
proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de
una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en
ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y
físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan embriagadas
de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de
embriagador, tan insospechadamente en otro tiempo prepotentes sobre capitales
extranjeras dotadas de dos catedrales y de varias colegiatas mayores y de varios
palacios encantados -un palacio encantado al menos para cada siglo-, tan
incapaces para hablar su idioma con la recta entonación llana que le dan los
pueblos situados hacia el norte a doscientos kilómetros de ella, tan
sorprendidas por la llegada de un oro que puede convertirse en piedra pero que
tal vez se convierta en carrozas y troncos de caballos con gualdrapas doradas
sobre fondo negro, tan carentes de una auténtica judería, tan llenas de hombres
serios cuando son importantes y simpáticos cuando no son importantes, tan
vueltas de espalda a toda naturaleza -por lo menos hasta que en otro sitio se
inventaron el tren eléctrico y la telesilla- tan agitadas por tribunales
eclesiásticos con relajación al brazo secular, tan poco visitadas por individuos
auténticos de la raza nórdica, tan abundantes de torpes teólogos y faltas de
excelentes místicos, tan llenas de tonadilleras y de autores de comedias de
costumbres, de comedias de enredo, de comedias de capa y espada, de comedias de
café, de comedias de punto de honor, de comedias de linda tapada, de comedias
de bajo coturno, de comedias de salón francés, de comedias del café no de
comedia dell’arte, tan abufaradas de autobuses de dos pisos que echan humo
cuanto más negro mejor sobre aceras donde va la gente con gabardina los días de
sol frío, que no tienen catedral.”
Y, por último, entre otros muchos ejemplos que se podían poner,
un fragmento del final de la novela:
“Es un tiempo de silencio. La mejor
máquina eficaz es la que no hace ruido. Este
tren hace ruido. Va traqueteando y no es un avión supersónico, de los que van por la estratosfera, en los que se
hace un castillo de naipes sin vibraciones a
veinte mil metros de altura. Por aquí abajo
nos arrastramos y nos vamos yendo hacia el sitio donde tenemos
que ponernos silenciosamente a esperar
silenciosamente que los años vayan pasando y
que silenciosamente nos vayamos hacia donde se van todas las florecillas del mundo.”
ENLACES DE
INTERÉS
Hay, en Internet, muchísimas páginas sobre Tiempo de
silencio y sobre Luis Martín-Santos. Abundan los estudios sobre distintos
aspectos de la novela, de todos los niveles de profundidad y erudición
imaginables. Yo os recomiendo esta Guía de lectura publicada por la Diputación
Foral de Guipúzcoa. Merece la pena leer todos los apartados, pero no os perdáis,
como curiosidad, el que cuenta con detalle cómo las presiones políticas evitaron
que Tiempo de silencio, presentada a la primera edición (y única) del
Premio Pío Baroja con el título de Tiempo frustrado,
y bajo el seudónimo de Luis Sepúlveda, se alzase con el galardón.
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