martes, 15 de diciembre de 2015

Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos


Después de leer Tiempo de silencio me queda la sensación de que, para sacarle todo el jugo a esta novela, necesito leerla más veces. Y no solo leer la novela, sino leer sobre ella. En primer lugar por la forma en que está escrita, con una prosa muy barroca, plagada de tecnicismos médicos, alusiones muy cultas sobre distintos temas, nuevas palabras inventadas por el autor, en ocasiones castellanizando vocablos ingleses, franceses, alemanes o latinos. He encontrado ciertos fragmentos, en este aspecto, un poco pedantes.

Ese barroquismo también se manifiesta en una gran densidad conceptual, que no siempre es fácil de seguir. En muchas páginas se me ha hecho imprescindible tener a mano el diccionario y el apoyo de Google, para poder entender lo que Martín-Santos quería expresar de manera un tanto retorcida. En unas pocas páginas, ni así (demérito mío). Y, a pesar de todo ello, tengo que decir que he disfrutado de la novela. No es solo que me haya gustado, es que, –repito-, he disfrutado.

Tiempo de silencio rompió con la novela realista y social de la posguerra. Aquellas novelas, como La colmena, estaban narradas de una manera objetiva: los autores nos mostraban la realidad, la tremenda realidad, tal cual era (aunque ya el hecho de mostrarla sin edulcorar suponía un posicionamiento).
Sin embargo, Luis Martín-Santos nos describe la realidad de una manera totalmente subjetiva, criticándola abiertamente, ironizando sobre cómo somos los españoles y preguntándose los motivos que nos hacen ser como somos. 

Se utilizan distintas técnicas narrativas, aparecen el monólogo interior y el monólogo en segunda persona, donde la subjetividad del autor es fácilmente vertida. En ocasiones, directamente aparecen reflexiones de Luis Martín-Santos sobre cuestiones culturales, históricas o sociales.

Las siguientes dos citas del autor son bastante reveladoras:

“En España hay una escuela realista, un tanto pedestre y comprometida, que es la que da el tono. Tendrá que alcanzar un mayor contenido y complejidad, si quiere escapar a una repetición monótona y sin interés.”

“Un cierto tipo de novela, "al cargarse de ideas sustituyendo al hombre por su circunstancia, ha perdido peso específico y se ha alejado de la verdad artística.”

Algunos fragmentos de Tiempo de silencio me han parecido sencillamente geniales, antológicos. Así, por ejemplo, cuando reflexiona sobre Cervantes y el Quijote:

“Cervantes, Cervantes. ¿Puede realmente haber existido en semejante pueblo, en tal ciudad como ésta, en tales calles insignificantes y vulgares un hombre que tuviera esa visión de lo humano, esa creencia en la libertad, esa melancolía desengañada tan lejana de todo heroísmo como de toda exageración, de todo fanatismo como de toda certeza? ¿Puede haber respirado este aire tan excesivamente limpio y haber sido consciente, como su obra indica, de la naturaleza de la sociedad en la que se veía obligado a cobrar impuestos, matar turcos, perder manos, solicitar favores, poblar cárceles y escribir un libro que únicamente había de hacer reír? ¿Por qué hubo de hacer reír el hombre que más melancólicamente haya llevado una cabeza serena sobre unos hombros vencidos? ¿Qué es lo que realmente él quería hacer? ¿Renovar la forma de la novela, penetrar el alma mezquina de sus semejantes, burlarse del monstruoso país, ganar dinero, mucho dinero, más dinero para dejar de estar tan amargado como la recaudación de alcabalas puede amargar a un hombre? No es un hombre que pueda comprenderse a partir de la existencia con la que fue hecho. (...) ¿Qué es lo que ha querido decirnos el hombre que más sabía del hombre de su tiempo? ¿Qué significa que quien sabía que la locura no es sino la nada, el hueco, lo vacío, afirmara que solamente en la locura reposa el ser-moral del hombre?"

O la descripción que hace de Madrid, en una sola frase de más de 40 líneas:

“Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceñas, tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros -por otra parte- que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan embriagadas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de embriagador, tan insospechadamente en otro tiempo prepotentes sobre capitales extranjeras dotadas de dos catedrales y de varias colegiatas mayores y de varios palacios encantados -un palacio encantado al menos para cada siglo-, tan incapaces para hablar su idioma con la recta entonación llana que le dan los pueblos situados hacia el norte a doscientos kilómetros de ella, tan sorprendidas por la llegada de un oro que puede convertirse en piedra pero que tal vez se convierta en carrozas y troncos de caballos con gualdrapas doradas sobre fondo negro, tan carentes de una auténtica judería, tan llenas de hombres serios cuando son importantes y simpáticos cuando no son importantes, tan vueltas de espalda a toda naturaleza -por lo menos hasta que en otro sitio se inventaron el tren eléctrico y la telesilla- tan agitadas por tribunales eclesiásticos con relajación al brazo secular, tan poco visitadas por individuos auténticos de la raza nórdica, tan abundantes de torpes teólogos y faltas de excelentes místicos, tan llenas de tonadilleras y de autores de comedias de costumbres, de comedias de enredo, de comedias de capa y espada, de comedias de café, de comedias de punto de honor, de comedias de linda tapada, de comedias de bajo coturno, de comedias de salón francés, de comedias del café no de comedia dell’arte, tan abufaradas de autobuses de dos pisos que echan humo cuanto más negro mejor sobre aceras donde va la gente con gabardina los días de sol frío, que no tienen catedral.”

Y, por último, entre otros muchos ejemplos que se podían poner, un fragmento del final de la novela:

“Es un tiempo de silencio. La mejor máquina eficaz es la que no hace ruido. Este tren hace ruido. Va traqueteando y no es un avión supersónico, de los que van por la estratosfera, en los que se hace un castillo de naipes sin vibraciones a veinte mil metros de altura. Por aquí abajo nos arrastramos y nos vamos yendo hacia el sitio donde tenemos que ponernos silenciosamente a esperar silenciosamente que los años vayan pasando y que silenciosamente nos vayamos hacia donde se van todas las florecillas del mundo.”

ENLACES DE INTERÉS

Hay, en Internet, muchísimas páginas sobre Tiempo de silencio y sobre Luis Martín-Santos. Abundan los estudios sobre distintos aspectos de la novela, de todos los niveles de profundidad y erudición imaginables. Yo os recomiendo esta Guía de lectura publicada por la Diputación Foral de Guipúzcoa. Merece la pena leer todos los apartados, pero no os perdáis, como curiosidad, el que cuenta con detalle cómo las presiones políticas evitaron que Tiempo de silencio, presentada a la primera edición (y única) del Premio Pío Baroja con el título de Tiempo frustrado, y bajo el seudónimo de Luis Sepúlveda, se alzase con el galardón.

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